Las redes sociales son hoy el lugar indefectible para expresarse masivamente. Con la ayuda de un celular y una cuenta en tal red social, uno puede explayarse sobre el punto que desee, lo que incluye el quejarse, el criticar, el defenderse, el atacar o el proponer.
Nuestra comunidad evangélica o gran parte de ella, por supuesto, se integra absolutamente a estas tendencias y navega en el mar de videos, reels, historias, posteos y todo lo que conforma la comunicación por redes sociales. En esta catarata de expresiones podemos —en estos tiempos— notar dos tendencias, que nos atañen como colectivo evangélico: a) que se está diciendo cualquier cosa sobre la teología, que hay una anarquía conceptual sobre qué significa la Palabra de Dios y que con “un me parece a mí que…” se comunican fundamentos dudosísimos e, incluso, dañinos para la fe (volveremos sobre este tema en algún momento); b) el tema que nos ocupa en esta nota: pastores que ponen el “grito en el cielo”, acusando a muchas iglesias de ser muy tolerantes con el pecado. Manifiestan, directa o tangencialmente, que sus pastores no se animan a poner las cosas claras a la grey y que prefieren predicar sobre éxito económico y prosperidad, que detenerse cada domingo en versículos demandan-tes del estilo: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán. Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando afuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois” —Lc 13:24-27. Innumerables son los versículos que comparten esta melodía áspera. Para todos es más grato, desde ya, escuchar que el Señor nos bendecirá en todo. Según los que denuncian esta morosidad pastoral de ser más contundentes con el pecado, es para no confrontar con los asistentes y así asegurarse una iglesia creciente —que menguaría de ser la prédica más severa.
Dos iglesias
Tenemos así pastores “tironeados” por dos formas de gestionar una comunidad evangélica, siempre hablando a grandes marcos.
Una propuesta (que emana desde una supuesta superioridad moral), de erigir una iglesia inflexible, que toma la palabra literal y exige a todos que vivan un evangelio intachable, donde se cercena constantemente la humanidad pecaminosa de las personas y se vive aferrados a preceptos bíblicos y bajo la guía de líderes inequívocos y sabios, con una adoración contenida y alejada del show.
Del otro lado, lo que pareciera es una mayoría: iglesias flexibles, que centran su mensaje en que integrar una iglesia es sinónimo de prosperidad rebosante, salud perfecta, bendición constante en todo lo que emprendamos, con una adoración más cerca de eventos seculares a cargo de artistas que son más trabajadores del espectáculo que guías en la adoración; todo esto en un ambiente si bien no permisivo digamos pacientemente tolerante con diversas formas de pecado.
Desde ya, estamos hablando de tendencias; en el medio decididamente hay otras miradas, otras voluntades, otras decisiones sobre cómo desarrollar la esencia de una iglesia evangélica.
Pero estos dos modelos ocupan hoy el escenario, según la opinión de muchos, expresada en redes.
Pero el análisis no puede continuar sin antes ocuparnos de una clave de esta situación y esta es la santificación del creyente.
La santificación del creyente
Cuando hablamos de santificación del creyente, sacamos por un momento al menos, la mirada ya sea acusadora o contemplativa sobre las espaldas de la pastoral, y la dirigimos a otros protagonistas de estos sucesos que hoy vive la Iglesia: al Señor y al asistente a la iglesia, el que con su libre albedrío elige el camino que va a desarrollar como creyente.
Un definición de santificación puede expresarse con que “es el proceso continuo en el que los creyentes son transformados a la imagen de Cristo”.
Tenemos una santificación instantánea y una santificación progresiva.
Siguiendo con definiciones académicas, la santificación instantánea se refiere “al acto inicial de ser declarados santos por Dios en el momento de la conversión o regeneración”. Es un cambio súbito en el estado del creyente, donde es considerado santo ante Dios debido a la obra de Jesús en el madero.
La santificación progresiva (la que más nos interesa para estas reflexiones) “es el proceso gradual en el que el creyente crece en santidad a lo largo de su vida, a medida que es conformado cada vez más a la imagen de Jesús por medio del poder del Espíritu Santo y la renovación de su mente mediante el estudio de la Palabra y la práctica de la obediencia”.
En síntesis: la santificación instantánea tiene lugar en el momento de la conversión, mientras que la santificación progresiva es un proceso continuo de crecimiento en santidad a lo largo de la vida del creyente (¡la que generalmente se da en la iglesia, tomar nota!).
Temáticas que surgen a partir de los conceptos previos
A partir de lo que se expone, surgen temas sobre el asunto que nos convocó en esta nota.
• Responsabilidades
Los pastores y predicadores que claman por mayor rigurosidad con la pecaminosidad —y dejan entrever que esta no se lleva a cabo porque aleja al público— olvidan que esta santificación es, en primer lugar, regalo del Señor y, en segundo lugar, una decisión del creyente que, si bien es influido por la pastoral, está en su propio obrar cómo va transitar la nueva vida en Cristo Jesús que recibió por gracia. Hay una voluntad y una decisión en cada uno, un interior donde la pastoral, ya sea exigente o permisiva, no puede llegar. En definitiva somos artífices exclusivos de nuestra vida congregacional.
• La autoridad moral
Los predicadores que reclaman con tanta energía que la iglesia debe ser un lugar impoluto, severo, irreductible con las tendencias pecadoras de los asistentes, tienen el respaldo de una Palabra que condena al pecado en todas sus formas y no es condescendiente con él: Dios ama al pecador pero odia al pecado y aborrece algunas cosas (Proverbios 6:16-19). ¡Cómo, entonces, ser distraídos con algo que Dios odia y/o aborrece!
Pero no todo es tan sencillo en el Evangelio: el Señor también exige que hagamos discípulos, que lo ayudemos a salvar almas, a que “nadie perezca”, que intentemos librar de la condena eterna al fuego a todos los que podamos; esto nos obliga a hacer todo lo posible para atraer gente a la iglesia y que se conviertan. Y no solo atraerlos, sino lo más difícil, que permanezcan en la casa de Dios. Ante esto, ¿se puede alguien imaginar una iglesia que crece, que se amplía, que se solidifica, etc, si en cada culto los congregantes son reprendidos enérgicamente por la pastoral?, ¿donde en cada reunión solo se está buscando en qué se equivocó el feligrés, qué hizo mal, donde “metió la pata”, en que desagradó al Señor, de qué tiene que arrepentirse..? Todos hacemos mal las cosas, todos nos equivocamos, todos somos de esencia corrompida, todos vamos bordeando siempre un oscuro límite…
Podríamos también preguntarnos: estos hermanos que ruegan por santidad en la iglesia por encima de todo, ¿cuántos creyentes tienen en sus congregaciones? Alguno de los interpelados nos podría responder ahora mismo: “Una docena, pero mi alma está tranquila porque obedece a la Palabra del Señor” —un buen punto sin dudas.
Pero la idea es atraer y salvar a mucho más que una docena, la idea es “que nadie perezca” — 2 P 3:9.
Y ahora es el momento de entrar en aguas profundas, pero no calmas. Porque hay una pregunta enojosa, antipática, que causará molestia en algún lector, pero hay que hacerla: la superioridad moral de estos pastores y predicadores erigidos en fiscales de sus pares, ¿es tal? ¿Están estos hermanos tan libres de pecado como para erigirse en guardianes puros de la Palabra del Señor? Podría hacerse a continuación una larga lista de predicadores que “azotaban” al público creyente con su santidad, y quedaron expuestos al revelarse pecados carnales de todo tipo, que derrumbaron gigantescos ministerios, pero no es el propósito de estas reflexiones escarnecer a hermanos caídos en lo mismo que denunciaban. La Palabra es dura, por cierto, al punto que expresa: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” —Ro 3: 12. En definitiva, una sugerencia amistosa podría ser: “hermano, hermana, hay que ocuparse más de la viga propia en el ojo, que de todas las pajas que pueden encontrarse en los ojos ajenos. Reposen en el Señor hermanos, Dios no necesita un Servicio Penitenciario Espiritual y sí muchos más predicadores amorosos que guíen con sabiduría, comprensión y con buen testimonio personal.
• Adalides de la prosperidad y la buena vida
Ahora van nuestras preguntas y cavilaciones para las iglesias acusadas de permisividad, de ser “negociadoras” con el pecado, de hacer la vista gorda con las faltas, —para así no ver menguar sus asistentes.
Pero… ¿hay iglesias que soslayan lo que la Palabra exige en cuanto al pecado y son permisivas con los caídos en adulterio, fornicación, consumo, pornografía, maledicencia, violencia de género (incluso en el matrimonio) y con todas esas fallas en las que todos podemos despeñarnos o incursionar? Una respuesta inmediata es que sí, que muchas iglesias centran sus discursos constantes en lo que verdaderamente le atrae al feligrés que es su economía, su bienestar, sus necesidades suplidas, sus problemas y su salud, donde Dios es el que arregla todo y sana todo y prospera todo. Cada reunión es así una sesión que insufla ánimo, y es una recarga para transitar la vida cotidiana, sabiendo que tenemos el respaldo de un Dios que únicamente se preocupa por hacernos felices, dando todo y no pidiendo nada. Y esto no está bueno, ni debiera ser alentado, según nuestra mirada.
Pero, también, sería muy injusto decir que son enorme mayoría; las iglesias son, entre otras características, la expresión de la conformación cultural, personal y teológica de los pastores que la fundan y guían y ellos saben que la Palabra debe ser respetada y utilizada en los contextos apropiados. Si bien pueden edulcorar los mensajes, en determinados momentos, traen a la prédica (que informa y forma) lo que Dios verdaderamente le exige a sus hijos.
• La religiosidad
Lo que llamamos iglesia inflexible está muy cercana a lo que denominamos religiosidad o pronta a caer en ella. Es una realidad —que no se puede ignorar— que si todos los domingos, el culto se torna en una sesión ininterrumpida sobre todo lo que hicimos mal, que el Señor no está conforme con nosotros, que “¡arrepiéntete o irás al infierno!” estará muy claro que la Palabra en vez de libertarnos, nos asfixiará; que la Creencia en vez de darnos esperanza nos atormentará y que Jesús en vez de ser nuestro abogado celestial, será un Fiscal impiadoso de tiempo completo.
Equilibrio, proporcionalidad, sensatez
Para que estas reflexiones tengan un enfoque de superación y no permanezcan solamente en lo descriptivo (o en lo crítica), puede pensarse que todo radica en el equilibrio justo, sano y sabio que la pastoral dé, como impronta, a su iglesia: ni todo será hiel, ni todo será miel.
En las iglesias inflexibles, disminuir las prédicas donde se expresa que tenemos la amenaza permanente de terminar con un “rechinar de dientes” porque estamos haciendo todo mal y aumentar las que hablan que el Señor quiere que seamos prosperados en todas nuestras cosas (3 Juan 1: 2).
En las iglesias flexibles, aumentar las prédicas sobre lo que Dios anhela para sus hijos y disminuir las que solo hablan de la bendición económica y las “añadi-duras”.
Entonces, para pastores “tironeados” entre dos modelos de iglesia, una sugerencia modesta y que pretende construir: armonía, proporcionalidad y sensatez serían las llaves para encarar una iglesia que sea cobijo y refugio de los que tienen necesidades. Armonía en la prédica, donde el pecado y sus consecuencias no es el todo, pero tampoco es la nada.
Proporcionalidad en el discurso entre las exigencias espirituales del Señor para con el creyente y sus deseos de prosperidad y bonanza.
Sensatez en la tarea pastoral, entendiendo que la labor encomendada es la de guiar con prudencia, sin ser acusadores impiadosos pero tampoco heraldos de la prosperidad, como único eje del evangelio impartido y del que habrá que rendir cuentas.—