EDITORIAL
 
En la vida cristiana, existe una verdad tan simple como poderosa: donde hay fe y honra, los milagros se desatan. Pero muchas veces nos encontramos atrapados en rutinas religiosas que apagan nuestra hambre por la manifestación de la gloria de Dios. Nos conformamos con un «Jesús histórico» o un conocimiento teórico de la fe, olvidando que el mismo Dios que caminó por Nazaret quiere manifestarse hoy en nuestras vidas con poder.

La Escritura nos lleva a reflexionar sobre la experiencia de Jesús en su propia tierra. En el evangelio de Marcos (6:1-6), encontramos a Jesús regresando a Nazaret, el pueblo donde pasó treinta años de su vida. Nazaret era una pequeña aldea de casas blancas y un centenar de habitantes, un lugar tan común que Natanael se preguntó: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1:46). Aquí, Jesús no era el Maestro ni el Mesías; era “el carpintero, el hijo de María”. Este pueblo, que había convivido con Él, no pudo reconocerlo. Su familiaridad les llevó a la incredulidad y, como consecuencia, Jesús “no pudo hacer allí ningún milagro” (Mr 6:5).

Esto plantea una pregunta desafiante: ¿podemos nosotros también acostumbrarnos a Jesús? La respuesta es sí. Como cristianos, corremos el riesgo de perder el primer amor, de dejar que la rutina y la comodidad apaguen nuestro fervor espiritual. Es más difícil reavivar un fuego apagado que mantenerlo encendido. Pero si deseamos vivir en una atmósfera de milagros, necesitamos despertar un nuevo hambre por Su presencia.

La clave para desatar esa atmósfera está en la honra. Honrar significa dar el lugar que corresponde, ofrecer lo mejor de nosotros mismos y reconocer la autoridad de Jesús en nuestras vidas. En Lucas 7:1-10, encontramos un ejemplo maravilloso en el centurión romano, un hombre que, a pesar de no pertenecer al pueblo de Israel, demostró una fe y una actitud de honra que asombraron a Jesús. Este soldado dijo: “No soy digno de que entres bajo mi techo, pero di la palabra, y mi siervo será sano”. El centurión reconocía a Jesús como el único digno de recibir tal respeto y fe, y su siervo fue sanado.

Por el contrario, en Nazaret la falta de honra cerró las puertas al poder de Dios. Cuando no honramos a Jesús, lo reducimos a una figura común, como “el carpintero”, y limitamos Su obrar en nuestras vidas. Honrar a Jesús es exaltarlo por encima de todo. Es darle el primer lugar en nuestras decisiones, en nuestros recursos, en nuestra manera de vivir.

Un ejemplo práctico de esta honra lo encontramos en Marcos 14:3-9, donde una mujer rompió un costoso frasco de perfume de nardo puro sobre Jesús. Este acto de adoración provocó críticas, pero Jesús la defendió diciendo: “Esta ha hecho lo que podía; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”. Su acto transformó la atmósfera, llenándola de adoración y gratitud. De la misma manera, nuestras vidas pueden convertirse en un perfume agradable a Dios si vivimos honrándolo.

La honra también implica santidad. En un mundo donde las normas morales parecen diluirse, vivir en santidad es una forma de reconocer el señorío de Cristo. Por ejemplo, la santidad en el noviazgo, al reservar la intimidad sexual para el matrimonio, no es una restricción, sino una expresión de honra hacia Dios y Su diseño para nuestras vidas. Vivir bajo convicciones, posponiendo la gratificación inmediata, es una muestra de dominio propio, un fruto del Espíritu.

El Evangelio no es una teoría ni un concepto intelectual; es poder de Dios (“Dunamis”). Cuando reconocemos y honramos a Jesús como el Mesías, el Salvador y el Rey de nuestras vidas, desatamos ese poder en nuestro entorno. Pero para que esto ocurra, debemos preguntarnos: ¿le estoy dando a Jesús lo mejor de mí? ¿Es Jesús quien ocupa el primer lugar en mis pensamientos, en mi tiempo, en mis recursos?

Nazaret nos recuerda que la incredulidad y la falta de honra limitan lo que Dios puede hacer. Pero también nos desafía a cambiar nuestra perspectiva y a decidir honrar a Jesús con todo nuestro corazón. Porque donde hay honra, hay milagros. Como dice 1 Samuel 2:30: “Honraré a los que me honran”.

Hoy, está en nuestras manos desatar una atmósfera de milagros. Esto no sucede por casualidad, sino cuando decidimos darle a Jesús el lugar que merece. Honrémoslo con nuestra obediencia, con nuestro servicio, con nuestra santidad. Levantemos Su nombre en alto en cada aspecto de nuestra vida y permitamos que Su poder se manifieste de manera sobrenatural. Jesús sigue siendo digno de todo honor, y donde se le honra, el cielo toca la tierra.—
 
Por Pr OSVALDO CARNIVAL – Iglesia Catedral de la Fe